La historia de Joe Bortz comienza cuando visita por primera vez a mediados de los años cincuenta la exposición Motorama en su ciudad natal, Chicago, una suerte de feria de innovación tecnológica del automóvil que General Motors organizaba por esos años. Coches con aspecto de haber venido del futuro eran expuestos durante esos eventos promocionales de la marca donde mostraba coches movidos por motores de avión, verdaderas obras de arte atrevidas e innovadoras que lanzaban la imagen de General Motors, y de sus marcas comerciales como Chevrolet, Pontiac, Oldsmobile, Buick y Cadillac, a la estratosfera ante un público ávido de coches y novedades.
Fue ahí donde un jovencísimo Joe Bortz se enamoró de los coches-concepto y, en concreto, de los modelos que vio durante esas exposiciones. El señor Bortz nos cuenta que a sus once años, ahora cuenta con 76, al ver aquellas maravillas el simple hecho de pensar que algún día podría poseer alguno de esos coches se le antojaba como algo inalcanzable.
El hombre y el misterio tras una colección única de coches únicos
Muchos años después este bioquímico que terminó siendo propietario de una cadena de restaurantes, reconoce que el sueño de poseer alguno de estos coches se convirtió en su obsesión y, según sus propias palabras, cuando una obsesión es lo suficientemente intensa puede llegar a hacerse realidad. Flamante y orgulloso propietario de más de una docena de aquellos concept-cars, principalmente de la década de los 50, considera que haber podido salvar esos modelos que representan el epítome de una era dorada en el mundo de la invención automovilística es un logro único.
Después de ser exhibidos todos los concept-car debían ir a la chatarra
Hemos de dar la razón al Sr. Bortz, al menos en cuanto al mérito de haberlos salvado, esos coches tenían los días contados desde el momento en que eran diseñados. Según la política de General Motors, que era transmitida a los diseñadores, su trabajo debía ser el resultado de su máxima creatividad y esfuerzo, al mismo tiempo se les informaba de que el resultado de su esfuerzo sería destruido una vez cumpliera su función. La realidad era que los diseñadores e ingenieros pedían a sus responsables que esos coches quedaran bajo su cuidado particular, y así parece que ocurrió con los que terminó adquiriendo nuestro coleccionista.
Cuando a mitad de los años 70 nuestro coleccionista empezó a hacerse notar entre los propietarios de este tipo de coches clásicos, antiguos empleados de la General Motors, empezó a recibir llamadas ofreciéndole los modelos que durante años habían estado guardados, ocultos o incluso abandonados.
Para darle mayor interés al asunto el señor Boltz no revela bajo ningún concepto dónde conserva su colección temeroso, tal vez, de que algún avispado ratero pueda hacerse con alguna de sus piezas únicas. Solo sabemos los coches que la componen y que se encuentra en algún lugar del área metropolitana de Chicago, ahí es nada.